En toda familia Española y Cristiana, aunque no sea practicante, tiene algún pariente que sabe cortar el jamón. En mi caso, son dos parientes por parte de mi madre, mi tío Juan y mi primo Adolfo. Al escribir estas palabras reconozco la tentación de incluirme y puede que tenga el talento, pero carezco de tan estimable y particular reconocimiento familiar. Por lo tanto asumiré mi condición de desconocido en tan noble arte. También confieso que me sobrepasa, la mezcolanza de ansiedad y excitación al cortar jamón, es por ello que no siempre consigo resbalar la hoja con la suficiente suavidad para cumplir con el corte perfecto.
Al hablar de nuestro jamón, se reproducen en mi mente un acontecimiento, tan vanal y cotidiano, que todavía hoy desconozco la causa por la que se grabó para siempre en mi cabeza y que, en cierto modo, y tras el paso del tiempor puedo definirlo como un descubrimiento: como un bautismo visual relacionado con la gastronomía. Todo sucedió en una pequeña carnicería tocando con la Plaza de Cascorro, en pleno centro histórico de la capital, allá por 1998.
Para entonces ejercía en Madrid la honrosa, desconocida y estereotipada profesión de modelo, junto a la no menos etiquetada labor de RR.PP en diversos lugares de ocio nocturno, como Kapital, Collballroom y Larios Cafe. Esto ultimo no viene al caso, aunque si cabe recordar mi sacrificio dietético por aquel entonces, donde los embutidos, el jamón, el queso manchego y otros bienes de la naturaleza Española que proporcionan sabor, carbohidratos y grasas difícil de quemar, no estaban del todo prohibidos, pero si eran escasos en mi dieta. Sin embargo en contadas ocasiones me permitía el lujo de pequeños auto regalos, en los que consumía productos de este tipo, de primera calidad, y con la excusa de realizar algo excepcional. Por ese motivo entré en aquella tienda, esa de toda la vida, en la que la persona que te atiende se sabe tu nombre y en la que parece que el tiempo va a otra velocidad. La tienda en sí no era muy grande a duras penas cabrían cinco personas tras el mostrador. Este ofrecía una gran variedad de productos entre los que se encontraban un jamón de un precio desorbitado. Al requerir 400 gramos de aquel manjar, la persona que me atendía realizó un gesto natural en el que no sólo me confirmaba mi buena elección, si no que parecía gustoso de servirme. Lo comprendí en el momento que cogía la pieza, como si de un elemento de notable fragilidad se tratara, lo aposentó en el jamonero con extrema suavidad y tras afilar el cuchillo con notable destreza le pasó un trapo a este para sacarle el polvo metálico. Cosa que me llamó la atención, por su pulcritud y profesionalidad.
Por fortuna para mi, el jamón ya había sido empezado, es por ello que la zona de la babilla o contra maza (b), estaba sin su respectiva carne y aunque podría haber limpiado la zona, apurando su destreza con el cuchillo. Ubicó la pieza sin pensárselo dos veces con la pezuña hacia arriba. Seguidamente, con cierta sensación de serenidad e incluso de placer contenido (al encontrarse de cara al público). Atacó la zona principal ,maza, (a) combinando las lonchas con las zonas de la cadera (c) y del codillo (d). Para mi deleite visual y asombro, rebajó aquella zona acariciando la carne con el cuchillo, con destreza y por igual. Al acabar su trabajo le felicité por el notable espectáculo que acaba de presenciar, haciéndole saber que no siempre se dispone de la oportunidad de presenciar arte y menos en situaciones cotidianas. Aquel día descubrí que aquella persona se sentía afortunada al hacer lo que hacía, sin embargo, con el tiempo supe que también siguió a la perfección el protocolo de cortar el jamón ibérico de bellota.
jueves, 10 de enero de 2008
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